Se coge una caja de cartón un poco grande, se mete en ella un puñado de hombres solos, se cierra bien la caja y se precinta. Se añaden orificios para respirar, orificios cuadrados y a su vez cuadriculados. Luego se hace llover en torno de la caja y se consigue producir melancolía.
Es, quizá, el único método científico, y completo, para mediante elementos físicos --caja, hombres, orificios, lluvia, precintos-- producir a través de reacciones no físicas, una mercancía que pueda llegar a ser enormemente rentable. El método más eficaz para crear un tipo de producto de alto consumo, difícil de industrializar ciertamente, pero que comercializado podría servir después en espectáculos, publicaciones o transmisiones televisivas, tanto en el género dramático-emotivo como en el sentimental-patriótico o en el místico-imperial, de poca salida ya. Todavía es un procedimiento poco conocido por lo que su utilización para esos fines podría parecer, en este momento, hasta cierto punto improductivo a observadores de corta visión inversora. Sin embargo es necesario apoyar toda investigación que libere de la tiranía de los royaltis y obtener por fin un producto nacional que llegue a ser de satisfactoria rentabilidad.
Las cajas no obedecen a un modelo único. Las hay enormes y muy pequeñas. Como cajas de zapatos algunas, largas y estrechas; de embalaje otras, con grandes proporciones. Pero todas, cajas. En ellas, los cobayas, aplicándoles ciertos estímulos, segregan melancolía, nostalgia y recuerdos a partir algunas veces de motivaciones minúsculas y muy baratas pero hábilmente provocadas; un olor adecuado ha llegado a ser en ocasiones un poderoso desencadenante. En principio los cobayas en las cajas se mueven despacito hora tras hora, sin aprovechamiento ni función. Caminan con la pared como destino, pero llegados a ella, un mecanismo perfecto, quizá diseñado por Leonardo y aún no clasificado entre sus papeles inéditos, hace que los cobayas no se detengan, ni trepen, ni se asusten hasta enloquecer por la continuidad imposibilitada; los cobayas giran, los cobayas enderezan de nuevo sus pasos, sin vacilaciones ni pérdida de ritmo, hacia la otra pared, la de enfrente, aquella de la que partieron.
Y un día se llueve alrededor de la caja, y algo encima. Los cobayas caminan aún pero reducen sus traslados a zonas más cortas, miran a través de los orificios practicados en la caja, olfatean, y segregan melancolía, nostalgia, recuerdos, suben de sus ojos, de su boca, de su nariz, de su aliento, de sus oídos, de todo el cuerpo agitado de los cobayas, unas vaharadas de evocaciones, de rostros que regresan, de palabras que se recuerdan de improviso. Se condensa la segregación sobre sus cabezas, encerrada en cercas de trazo continuo como los diálogos de un cómic. Pero no se aprovecha, no se comercializa con fines que podrían ser artísticos, culturales o recreativos. Tanta melancolía perdida. Pero como dice Italo Svevo, la naturaleza no realiza cálculos sino experiencias. Tal vez un día se aproveche todo.
En otra parte hay algo, en otra parte hay otra parte permanente. Y otros. Con otros rostros, otras palabras, quizá cobayas también --piensa el cobaya, porque el cobaya piensa-- pero cobayas distintos. ¿Habrá que despedirse? ¿Habrá que despedirse de todo para siempre? Leyva ha escrito en «Leitmotiv»: «Es corriente ir por un camino y encontrarse con algunas personas conocidas, aunque hayan envejecido tanto que resulte difícil reconocerlas. Estos viejos amigos acaban de salir de la cárcel o del manicomio, y tratan por todos los medios de parecer como fueron anteriormente, sin sospechar que ya nada tienen que ocultar porque su vida y su pasado fue objeto de observación de algún curioso historiador... Viejos conocidos que nos saludan al margen del camino agitando lágrimas y recuerdos, luto por los hermanos asesinados en la guerra; hermanos que nunca existieron y son ellos mismos. Es asimismo corriente encontrarlos colocando medallas en tumbas vacías y recitando poemas de aquél poeta acribillado a balazos con fusiles de agua en la sierra, mientras las gentes trenzaban senderos y surcos de luna». Quizá es la lluvia a través de los cuadraditos de hierro en que se quedan convertidas las ventanas lo que produce esos espasmos. Quizá la lluvia, sí. Porque la caja de cartón siempre es la misma.
La lluvia continúa cayendo. Y a veces parece que con ella se termina todo. El mundo se diluye. Se va el gouache. No era demasiado bueno, pero estaba ahí desde que recordamos. Da un poco de pena que no queden perfiles. Que la esquina de la casa se emborrone contra el asfalto y la nariz o el ojo del que miraba desde una ventana dejen de ser nariz y ojo, sin ilusión, sobre los tiestos tristes de la trastera atroz. Ya no hay volúmenes ni formas. Después ya no hay recuerdos de dibujo entero. Pero tampoco es verdad que después ya no haya nada. Quedan churretes oscuros sobre el papel, todo entre marrón y negro, con algún destello del rojo o del azul que no se llevó el agua hasta el sumidero común. Y sigue lloviendo sobre las cosas, sobre las personas, sobre ayer y anteayer, y hace unos meses y luego de unos años. Y entonces el producto se refina.
Sigue lloviendo. Los cobayas no pasean a lo largo de la caja. Segregan nostalgia, como las abejas miel, como los visones piel y aceite o como segregan ámbar gris dicen que las ballenas. Pero no se ha descubierto todavía la manera de industrializar tanta nostalgia. Se podría inventar una película ultrasensible que imprimiera la serie de recuerdos, las figuras tal como regresan al cobaya, los rostros, un último gesto, el último que se recuerda, la última palabra que quedó e incluso la que debiera haberse dicho de conocer lo alargada que iba a ser la despedida. Yo hubiera pedido perdón a alguien, yo no hubiera marchado bruscamente, yo hubiera terminado las cartas de otro modo, yo hubiera recordado ciertas cosas, compuesto el tipo, mejorado mi imagen; se han quedado con la última, cada cobaya sabe lo que hizo, cómo fue su último día, qué palabras dijo y cuáles pudo no haber dicho, qué dolor de más añadió a los inevitables; y así tanto tiempo, así para siempre algunas veces porque no todas las conversaciones se recuperarán a partir de lo que se dijo último. Los cobayas piensan, yo, yo, yo, yo, yo y es como haberse muerto pero no haberlo hecho al mismo tiempo. El vivo sigue al bollo pero el cobaya aún no ha llegado al hoyo, y todo está ante él en cada vuelta, cuando alcanza la pared y gira, y luego va y gira y luego viene y gira, siempre gira, no se tropieza nunca, no se rompe jamás, el cobaya es perfecto. ¡El cobaya es perfecto!, ha gritado el experto. Cuando el mozo que cuida da un grito de repente, enloquecido de ver pasar patitas de cobaya, enloquecido de giros, de poder secundado, de cajas de cartón, del ahogo por el vapor espeso que emana de la nostalgia de los cobayas, se pierde el ritmo de producción, quedan en blanco los globos que flotan sobre las cabezas de los animalitos con la bola de nostalgia, de melancolía y de recuerdos, y entonces el cobaya sólo segrega miedo, un producto oscuro que cae al suelo, que forma charcos de mal olor y es invendible porque en realidad es un subproducto mejor elaborado en otras partes, ya industrializado desde antiguo, comercializado en envases de uso fácil y manejo cómodo. Se apelotonan los cobayas contra los agujeros de las cajas y ven llover con sus ojitos brillantes, recién lavaditos y asustados.
Pero no dura mucho, todo vuelve, vuelven los largos recorridos, los giros, el mozo guardián cura, se le pasa pronto, el mozo vive de eso, no puede hacer perder tiempo a los cobayas, las cajas de cartón vuelven a ser agitadas por los pasos de la ida el giro y la venida, la ida el giro y la venida, la ida el giro y la venida.
Debe hacerse un esfuerzo por atraer los inversores. La rentabilidad está asegurada. Se coge una caja de cartón, una caja con bastante fondo a poder ser aunque no es indispensable, se llena de cobayas melancólicos, que parecen personas por la seguridad con que pasean de una pared a otra de la caja, y se abren unos agujeros cuadrados para que respiren y se les pueda observar cuando segregan las bolitas del producto ideal para la comercialización de sentimientos que acompañen, envasados o a granel, las grandes actividades del espíritu haciéndolas más rentables todavía, de verdad por fin ya era hora, y no hay riesgos. Los cobayas parecen hombrecitos, hombrecitos tontos, hombrecitos nostálgicos, con sus patitas cortas y sus ojitos húmedos, hombrecitos perdidos y olvidados.
Cuando por un camino te encuentres, cosa corriente, con un hombre al que acaban de desembalar --quizá lleva todavía la etiqueta de frágil en los ojos-- no le preguntes por la hacienda, no le preguntes por los dioses, no le preguntes por la historia, no le preguntes por la buena salud de sus riñones, no le preguntes por la geografía, no le preguntes por sus sueños, no le preguntes ni por las ciencias puras ni por las aplicadas, no le preguntes tampoco por la lluvia. No le preguntes nada.
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Cartas cruzadas entre Paul Eluard y Teofrasto Bombasto de Hohenheim llamado Paracelso (con páginas del diario de Robinson leídas por Sherezade en la difícil tertulia del Califa).
Luciano Rincón
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El gatuperio preso del preso.