lunes, 31 de marzo de 2008

Ese mar que me atrapa


No deja de perseguirme.

Por mucho que pise la arena más rápido y mejor, acabo dejando huella...

Y siempre es la misma historia: cuando llevo un tiempo huyendo, me giro y ahí está, él. No me basta con ignorarlo, negarlo o renegarlo...

Nada le es suficiente.

Aun ahíto de la tranquilidad de saberlo tras, cada vez que me giro naufrago en él...

Y me lame recuerdos y anhelos con el cariño del primer día. Mimoso, regalón, consentido se me enrosca hasta hormigonarme de sal a su orilla.

Nada lo desarma.

Ese mar que me atrapa, inacabable me obliga a untar con tu espuma cada uno de mis recuerdos...

Nada le puedo.

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El gatuperio penante

domingo, 30 de marzo de 2008

Mirar




Mirar hacia el este o hacia el oeste es indistinto en ciertos momentos...

¿Por qué entonces eso no se me cumple ahora?

¿Por qué tengo la sensación de tener que apurarlo todo ante lo que ha de venir?

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El gatuperio turuño

lunes, 17 de marzo de 2008

Helix

Cuando el caracol llegó a la cima, pudo contemplar como en lo alto otro caracol se le había adelantado.

Triste, pensó que le sería más duro el camino de vuelta, e inició el descenso. Atravesó otra vez las curvas lastimeras del camino...

Y, atraído por el rumor cansino de las olas, llegó a la playa tras desdeñar los remansos de los arroyos y el canto de las fuentes...

Temoso, se sumergió en el agua hasta que resultó caracola. Entonces, aprendida la letanía, ya no dejó de saberse triunfador...

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El gatuperio aspersa

sábado, 15 de marzo de 2008

Gacela del amor imprevisto

Nadie comprendía el perfume
de la oscura magnolia de tu vientre.
Nadie sabía que martirizabas
un colibrí de amor entre los dientes.
Mil caballitos persas se dormían
en la plaza con luna de tu frente,
mientras que yo enlazaba cuatro noches
tu cintura, enemiga de la nieve.
Entre yeso y jazmines, tu mirada
era un pálido ramo de simientes.
Yo busqué, para darte, por mi pecho
las letras de marfil que dicen siempre,
siempre, siempre: jardín de mi agonía,
tu cuerpo fugitivo para siempre,
la sangre de tus venas en mi boca,
tu boca ya sin luz para mi muerte.

* * *

Federico García Lorca

* * *

Que fuera imprevisto no implica que fuera imprevisible, ni siquiera visible...

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El gatuperio jondo

Un cuando impaciente

Cuando las cosas no son como tú quieres que sean sino como otros quieren que sean, una opción es modificar el sujeto, puesto que el complemento directo, «que sean», no varía en ningún momento, aunque recuerda que ese subjuntivo es subjuntivo por subjetivo, y es subjetivo por propio e inherente a cada uno.

Claro, esto que te propongo no es más que avanzar hacia un acuerdo que te permita compartir el protagonismo con otros y poder regir ese complemento directo hacia lugares más proclives a tu parecer.

Pero el verdadero problema se cierne sobre ti al constatar que a lo mejor eso varía tan brutalmente las cosas que no es posible mantener la estructura sintáctica con esa estructura logicosemántica...

Compartir es convertir algo antes subjetivo, propio y único, en objetivo, ajeno y múltipe; y dado que esto último es una estupidez, sucede lo que sucede, que tu complemento directo pasa a indicativo y se te ve el plumero: «las cosas son como quieres que son».

Lo mejor pues, cuando uno quiere que las cosas sean pero no son porque son como otro quiere que sean es aprender a dejar que sean como otro quiera que sean y esperar a que sean como uno quiera que sean...

Paciencia.

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El gatuperio estúpido

martes, 11 de marzo de 2008

Para mientras

Cuando, harto de esperar, veas pasar el cadáver de tu enemigo, sabrás que no habrás perdido, pero también te quemará ser consciente de no haber ganado.

Y tu cuerpo entumecido rechinará sin el aceite de la adrenalina que le has negado como si lamentara haber perdido el tiempo viendo los toros cobardes desde la barrera. Dalo por hecho.

Entonces ya podrá volver a oscurecer como solía antes de tener quiebros con nadie, pero te dará igual porque la quemadura de la conciencia te torturará con la idea de la inexistencia de un mañana.

Por eso deberías haber luchado a su debido tiempo, para que momentos como ese no llegaran jamás.

Entonces «mientras» ya será un adverbio que carezca de los marcadores temporales necesarios para plenamente significar «entre tanto». Piensa que cualquier cosa que hagas podrá ser para mientras

Piénsalo...

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El gatuperio apaciente

1.017

Se coge una caja de cartón un poco grande, se mete en ella un puñado de hombres solos, se cierra bien la caja y se precinta. Se añaden orificios para respirar, orificios cuadrados y a su vez cuadriculados. Luego se hace llover en torno de la caja y se consigue producir melancolía.

Es, quizá, el único método científico, y completo, para mediante elementos físicos --caja, hombres, orificios, lluvia, precintos-- producir a través de reacciones no físicas, una mercancía que pueda llegar a ser enormemente rentable. El método más eficaz para crear un tipo de producto de alto consumo, difícil de industrializar ciertamente, pero que comercializado podría servir después en espectáculos, publicaciones o transmisiones televisivas, tanto en el género dramático-emotivo como en el sentimental-patriótico o en el místico-imperial, de poca salida ya. Todavía es un procedimiento poco conocido por lo que su utilización para esos fines podría parecer, en este momento, hasta cierto punto improductivo a observadores de corta visión inversora. Sin embargo es necesario apoyar toda investigación que libere de la tiranía de los royaltis y obtener por fin un producto nacional que llegue a ser de satisfactoria rentabilidad.

Las cajas no obedecen a un modelo único. Las hay enormes y muy pequeñas. Como cajas de zapatos algunas, largas y estrechas; de embalaje otras, con grandes proporciones. Pero todas, cajas. En ellas, los cobayas, aplicándoles ciertos estímulos, segregan melancolía, nostalgia y recuerdos a partir algunas veces de motivaciones minúsculas y muy baratas pero hábilmente provocadas; un olor adecuado ha llegado a ser en ocasiones un poderoso desencadenante. En principio los cobayas en las cajas se mueven despacito hora tras hora, sin aprovechamiento ni función. Caminan con la pared como destino, pero llegados a ella, un mecanismo perfecto, quizá diseñado por Leonardo y aún no clasificado entre sus papeles inéditos, hace que los cobayas no se detengan, ni trepen, ni se asusten hasta enloquecer por la continuidad imposibilitada; los cobayas giran, los cobayas enderezan de nuevo sus pasos, sin vacilaciones ni pérdida de ritmo, hacia la otra pared, la de enfrente, aquella de la que partieron.

Y un día se llueve alrededor de la caja, y algo encima. Los cobayas caminan aún pero reducen sus traslados a zonas más cortas, miran a través de los orificios practicados en la caja, olfatean, y segregan melancolía, nostalgia, recuerdos, suben de sus ojos, de su boca, de su nariz, de su aliento, de sus oídos, de todo el cuerpo agitado de los cobayas, unas vaharadas de evocaciones, de rostros que regresan, de palabras que se recuerdan de improviso. Se condensa la segregación sobre sus cabezas, encerrada en cercas de trazo continuo como los diálogos de un cómic. Pero no se aprovecha, no se comercializa con fines que podrían ser artísticos, culturales o recreativos. Tanta melancolía perdida. Pero como dice Italo Svevo, la naturaleza no realiza cálculos sino experiencias. Tal vez un día se aproveche todo.

En otra parte hay algo, en otra parte hay otra parte permanente. Y otros. Con otros rostros, otras palabras, quizá cobayas también --piensa el cobaya, porque el cobaya piensa-- pero cobayas distintos. ¿Habrá que despedirse? ¿Habrá que despedirse de todo para siempre? Leyva ha escrito en «Leitmotiv»: «Es corriente ir por un camino y encontrarse con algunas personas conocidas, aunque hayan envejecido tanto que resulte difícil reconocerlas. Estos viejos amigos acaban de salir de la cárcel o del manicomio, y tratan por todos los medios de parecer como fueron anteriormente, sin sospechar que ya nada tienen que ocultar porque su vida y su pasado fue objeto de observación de algún curioso historiador... Viejos conocidos que nos saludan al margen del camino agitando lágrimas y recuerdos, luto por los hermanos asesinados en la guerra; hermanos que nunca existieron y son ellos mismos. Es asimismo corriente encontrarlos colocando medallas en tumbas vacías y recitando poemas de aquél poeta acribillado a balazos con fusiles de agua en la sierra, mientras las gentes trenzaban senderos y surcos de luna». Quizá es la lluvia a través de los cuadraditos de hierro en que se quedan convertidas las ventanas lo que produce esos espasmos. Quizá la lluvia, sí. Porque la caja de cartón siempre es la misma.

La lluvia continúa cayendo. Y a veces parece que con ella se termina todo. El mundo se diluye. Se va el gouache. No era demasiado bueno, pero estaba ahí desde que recordamos. Da un poco de pena que no queden perfiles. Que la esquina de la casa se emborrone contra el asfalto y la nariz o el ojo del que miraba desde una ventana dejen de ser nariz y ojo, sin ilusión, sobre los tiestos tristes de la trastera atroz. Ya no hay volúmenes ni formas. Después ya no hay recuerdos de dibujo entero. Pero tampoco es verdad que después ya no haya nada. Quedan churretes oscuros sobre el papel, todo entre marrón y negro, con algún destello del rojo o del azul que no se llevó el agua hasta el sumidero común. Y sigue lloviendo sobre las cosas, sobre las personas, sobre ayer y anteayer, y hace unos meses y luego de unos años. Y entonces el producto se refina.

Sigue lloviendo. Los cobayas no pasean a lo largo de la caja. Segregan nostalgia, como las abejas miel, como los visones piel y aceite o como segregan ámbar gris dicen que las ballenas. Pero no se ha descubierto todavía la manera de industrializar tanta nostalgia. Se podría inventar una película ultrasensible que imprimiera la serie de recuerdos, las figuras tal como regresan al cobaya, los rostros, un último gesto, el último que se recuerda, la última palabra que quedó e incluso la que debiera haberse dicho de conocer lo alargada que iba a ser la despedida. Yo hubiera pedido perdón a alguien, yo no hubiera marchado bruscamente, yo hubiera terminado las cartas de otro modo, yo hubiera recordado ciertas cosas, compuesto el tipo, mejorado mi imagen; se han quedado con la última, cada cobaya sabe lo que hizo, cómo fue su último día, qué palabras dijo y cuáles pudo no haber dicho, qué dolor de más añadió a los inevitables; y así tanto tiempo, así para siempre algunas veces porque no todas las conversaciones se recuperarán a partir de lo que se dijo último. Los cobayas piensan, yo, yo, yo, yo, yo y es como haberse muerto pero no haberlo hecho al mismo tiempo. El vivo sigue al bollo pero el cobaya aún no ha llegado al hoyo, y todo está ante él en cada vuelta, cuando alcanza la pared y gira, y luego va y gira y luego viene y gira, siempre gira, no se tropieza nunca, no se rompe jamás, el cobaya es perfecto. ¡El cobaya es perfecto!, ha gritado el experto. Cuando el mozo que cuida da un grito de repente, enloquecido de ver pasar patitas de cobaya, enloquecido de giros, de poder secundado, de cajas de cartón, del ahogo por el vapor espeso que emana de la nostalgia de los cobayas, se pierde el ritmo de producción, quedan en blanco los globos que flotan sobre las cabezas de los animalitos con la bola de nostalgia, de melancolía y de recuerdos, y entonces el cobaya sólo segrega miedo, un producto oscuro que cae al suelo, que forma charcos de mal olor y es invendible porque en realidad es un subproducto mejor elaborado en otras partes, ya industrializado desde antiguo, comercializado en envases de uso fácil y manejo cómodo. Se apelotonan los cobayas contra los agujeros de las cajas y ven llover con sus ojitos brillantes, recién lavaditos y asustados.

Pero no dura mucho, todo vuelve, vuelven los largos recorridos, los giros, el mozo guardián cura, se le pasa pronto, el mozo vive de eso, no puede hacer perder tiempo a los cobayas, las cajas de cartón vuelven a ser agitadas por los pasos de la ida el giro y la venida, la ida el giro y la venida, la ida el giro y la venida.

Debe hacerse un esfuerzo por atraer los inversores. La rentabilidad está asegurada. Se coge una caja de cartón, una caja con bastante fondo a poder ser aunque no es indispensable, se llena de cobayas melancólicos, que parecen personas por la seguridad con que pasean de una pared a otra de la caja, y se abren unos agujeros cuadrados para que respiren y se les pueda observar cuando segregan las bolitas del producto ideal para la comercialización de sentimientos que acompañen, envasados o a granel, las grandes actividades del espíritu haciéndolas más rentables todavía, de verdad por fin ya era hora, y no hay riesgos. Los cobayas parecen hombrecitos, hombrecitos tontos, hombrecitos nostálgicos, con sus patitas cortas y sus ojitos húmedos, hombrecitos perdidos y olvidados.

Cuando por un camino te encuentres, cosa corriente, con un hombre al que acaban de desembalar --quizá lleva todavía la etiqueta de frágil en los ojos-- no le preguntes por la hacienda, no le preguntes por los dioses, no le preguntes por la historia, no le preguntes por la buena salud de sus riñones, no le preguntes por la geografía, no le preguntes por sus sueños, no le preguntes ni por las ciencias puras ni por las aplicadas, no le preguntes tampoco por la lluvia. No le preguntes nada.

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Cartas cruzadas entre Paul Eluard y Teofrasto Bombasto de Hohenheim llamado Paracelso (con páginas del diario de Robinson leídas por Sherezade en la difícil tertulia del Califa).

Luciano Rincón

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El gatuperio preso del preso.

jueves, 6 de marzo de 2008

Esa costa del espanto

Me piden que deje de una vez la orilla. Hace ya tiempo que conseguí levantarme para que las olas sólo me lamieran los dedos y las plantas de los pies.

Tal vez sí, es hora de pisar seco y ponerse los zapatos para volver a caminar.

De nada sirve esperar algo que ya ha llegado y que se repite incesantemente. A veces el agua cubre más, y a veces, cubre menos; con más, con menos espuma; más pesadas, más ligeras... Pero siempre sordas a mis esperanzas... Ya ni son siquiera eso, posiblemente. Conservan el nombre como quien conserva el ombligo...

Pero claro, hace tanto que tengo los pies en remojo que el viento ha borrado las huellas de la arena y no sé exáctamente cuál es el camino...

Y por eso no me llego a mover, porque no sé para dónde tirar. Creo que ya no espero que el mar me traiga a nadie... Y si me lo trajera, a lo mejor realmente sería nadie.

Ahora pienso que lo peor no es que se olviden de uno, lo peor es que la sal te desfigure y el mar te recubra de algas...

Va siendo hora de secarse...

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El gatuperio algareño

No me tientes...

Ya sabes que con un horizonte despejado soy capaz de resistirlo todo menos tu tentación.

No pejes nada pues. Ni cuchillos, ni sogas ni grilletes. Sólo soy prisionero de tu deseo.

No me tientes, por favor.

Si abres alguna puerta piensa que por allí puede escaparse tu deseo, y deberé seguirlo hasta la extenuación.

Donde quiera que vaya, allí iré...

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El gatuperio tentado

martes, 4 de marzo de 2008

Almendras

En un momento dado la almendra crece, justo cuando crees que es hora de varear el árbol y recoger ese fruto que ha ido creciendo desde el principio del invierno.

Y es cierto, al principio fue una flor (y antes fue un capullo) y ahora va camino de ser una almendra. Pero antes será un almendruco y habrá que resistir la tentación de sorberle la vida.

Pues no, no es así. Estas cosas no afloran porque sí, afloran porque donde hubo hay, nada es por generación espontánea.

Y si antes no te diste cuenta tal vez es porque ese almendral que cuidas no te es tan conocido como crees y de algún que otro árbol salen sentimientos que ignoras, no por desconocerlos o no haberlos experimentado, sino por tu ciega fe en que las cosas son siempre de una intensidad determinada.

En tu próximo paseo abandona las viejas veredas y adéntrate en otras menos trilladas, déjate llenar los pulmones de esos aires diferentes que ahora crees descubrir y mira bien hacia el oeste, allí es dónde se pone el sol.

Aunque ya lo sepas, no lo sientes.

Y si en el próximo saco cae alguna almendra amarga, recréate en su hiel para poder reconocerla en ulteriores individuos.

Esa es la enseñanza de la experiencia, ese es el verdadero archivo de la vida...

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El gatuperio melindroso

domingo, 2 de marzo de 2008

Fábula de Mylola o la capacidad de decidir

Básicamente esto va de un protozoo (un dios), llamado Burriciego, que ha ido a la Tierra a fecundar un óvulo (una humana), haciéndoles la competencia a unos señores llamados espermatozoos (los humanos).

Pero óvulos en la Tierra hay tantos y tan pocos que Burriciego no sabe cuál fecundar. Entonces se tumba en un sofá a no hacer nada y y encima espera que se decidan ellos, porque Burriciego es el ser exacto que no sabe nunca lo que quiere y lo que no quiere, siempre lo quiere todo y nunca quiere nada a la vez...

Bueno, mientras no hace nada, realmente los incordia, pero sólo a uno, que a él le parece que ya se decide pero no se decide, y que realmente está más que decidido, puesto que es el ser exacto que sabe a cada momento lo que quiere y lo que no; y no es un óvulo cualquiera, es un ovulozoo (mitad y mitad), Mylola, la hembra poderosa de naturaleza de miel mezclada por el trueno a la luz del relámpago. (Algo de predestinación parece haber, ¿no?)

Ahora llega el marrón, porque entonces el auténtico protoZeus (este es tan chulo que su inicial va enmedio) se cabrea. Y por varias razones, Burriciego ha ido a la Tierra sin su permiso y encima va a dejar a los protozoos mal con tanta tontería. Además, Mylola es su ojito derecho...

protoZeus entonces le revela a Burriciego la verdadera naturaleza de miel mezclada por el trueno a la luz del relámpago de Mylola para que espabile, pero eso hace que el protozoo se condene a la indecisión eterna. Es perfecta para él siempre y cuando supere su indecisión.

Y allí está el castigo, en la eternidad de tal temer, puesto que, enamorado, cuando Burriciego se acerca a Mylola, esta se aleja, pero la distancia se mantiene; y cuando se aleja de ella, Mylola se sigue alejando, y la distancia aumenta exponencialmente. Todo por culpa del incordio al que antes había sometido al óvulozoo y a su brutal capacidad de indecidirse, y a que Mylola no tarda un telediario en decidir que pasa del cachirulo este...

Claro, Burriciego, que se cree muy listo, va y se para... entonces es cuando ve desaparecer en lontananza a Mylola... Bye! Bye!

La indecisión ahora es perseguirla o no, puesto lo que parece seguro es que no conseguirá fecundarla, pero el dolor que siente por la excitación le va a obligar a expulsar de su cuerpo la semilla que llevaba preparada al efecto de la fecundación so peligro de pudrirse indecidiéndose, así que en un momento dado, el protozoo inunda la tierra de semilla...

Esta semilla puede verse todavía en la faz de los indecisos, que mientras deciden o no algo, se la van quitando de la piel acariciándose el mentón... Hay decisión si el indeciso se frota finalmente toda la semilla del jeto...

El mito no aclara si la fecunda o no, si cuando la fecunda, Mylola aborta o no, y si cuando aborta (si abortare), quién paga el tema: el óvulozoo, más tieso que la mojama, el protozoo, tan indeciso como indecidido a hacerlo; o el protoZeus que, al fin y al cabo, es el más forrado de los tres...

Y no lo aclara porque de momento el imbécil del protozoo no se ha decidido todavía...

Mientras, ella sigue alejándose...

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El gatuperio pseudomítico